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ABC DE LA ENTREGA DE LA HABANA (1)

Introducción

 

Después de más de cuatro años de negociaciones a puerta cerrada en La Habana, entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc, el pasado 26 de agosto las dieron por concluidas y publicaron el “Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”. 

 

En enero de 2011 se habían iniciado los contactos entre ambas partes. En agosto de 2012 se suscribió un Acuerdo Marco para los diálogos, que contenía seis puntos. El presidente de la república por medio de la resolución 339 de septiembre de 2012 autorizó instalar la mesa de diálogo en La Habana, que inició labores luego del lanzamiento del proceso en Oslo. En esos cuatro años se divulgaron numerosos comunicados y acuerdos provisionales, calificados de borradores.

 

El Acuerdo Marco contempló un preámbulo y seis puntos, que sirvieron de derrotero para los diálogos. El preámbulo divaga sobre los diversos problemas de Colombia, abriendo la puerta para abarcar vastos temas en la mesa, diferentes a los de la desmovilización y desarme de la guerrilla, que debió haber sido el cometido único. Los seis puntos de la agenda convenida fueron: 1. Política de desarrollo agrario integral; 2. Participación política; 3. Fin del conflicto; 4. Solución al problema de las drogas ilícitas; 5. Víctimas; 6. Implementación, verificación y refrendación.

 

Para efectos de la mejor comprensión del documento final, hemos decidido dividir el análisis en los siguientes puntos: 1. Marco jurídico, político e ideológico de la entrega; 2. Problema agrario; 3. Problema de las drogas ilícitas; 4. Víctimas, victimarios y justicia transicional; 5. Dejación de las armas y participación política.

 

1. Marco jurídico, político e ideológico de la entrega

 

Comprender adecuadamente los acuerdos publicados implica referirse, además de su contenido, a sus orígenes, enmarcarlos en la coyuntura del país, y describir las peculiaridades más evidentes (y otras menos visibles) que los caracterizan. El balance de entrada es que las grandes vencedoras en esta negociación han sido las Farc, que poco han cedido; por el contrario, han impuesto en términos generales sus concepciones y propuestas, como se verá en este análisis.

 

El primer antecedente clave de los acuerdos fue la declaratoria de este gobierno -por medio de la Ley 1448 de junio 10 de 2011, conocida como Ley de Víctimas y Restitución de Tierras- de la existencia en Colombia de un “conflicto armado interno” (CAI). Seguramente fue un compromiso secreto con las Farc, dado que para la fecha ya estaban en conversaciones, pues en virtud de tal calificación se eliminaba la caracterización de la violencia guerrillera como una “amenaza terrorista”, que había sido la establecida por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Esa fue la puerta abierta para considerar a las Farc como una de las “partes” de dicho conflicto, según los Convenios de Ginebra, equiparable en su estatus jurídico al Estado y sus fuerzas militares, y despejar el camino para otorgar una amplia impunidad a nombre de la “justicia transicional”.

 

Para las Farc fue un gran triunfo, pues les facilitó imponer el criterio de que los acuerdos de La Habana hacen parte de los llamados “acuerdos especiales” de que habla el artículo tercero común de los Convenios de Ginebra de 1949, que pueden negociar las partes de un CAI, y que tienen validez con su sola firma. Allí hay una primera gran trampa, pues los Convenios de Ginebra hablan de acuerdos especiales para “humanizar” la guerra (tratamiento a prisioneros, prohibición de tortura, etc.), pero no de acuerdos para terminar el conflicto o referidos a materias diferentes a las de aliviar el sufrimiento causado por los enfrentamientos bélicos. Uno de los mayores atropellos es haber aceptado que lo pactado en Cuba entra a hacer parte del “bloque de constitucionalidad” y de nuestro ordenamiento institucional, por su sola firma, sin que se surtan los procedimientos previstos en la Carta. A los trancazos, un texto enviado desde La Habana al Congreso, en ese sentido, fue incluido en el Acto Legislativo por la Paz (el No. 1 de 2016) de manera arbitraria, en el último debate, y establece que la Constitución tendrá un artículo transitorio con este texto: “En desarrollo del derecho a la paz, el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera constituye un Acuerdo Especial en los términos del artículo 3 común a los Convenios de Ginebra de 1949. Con el fin de ofrecer garantías de cumplimiento del Acuerdo Final, una vez éste haya sido firmado y entrado en vigor ingresará en estricto sentido al bloque de constitucionalidad para ser tenido en cuenta durante el periodo de implementación del mismo como parámetro de interpretación y referente de desarrollo y validez de las Normas y las Leyes de Implementación y Desarrollo del Acuerdo Final.”

 

De esta manera, con la sola firma de las partes, el mamotreto de 297 páginas, más extenso que la Constitución misma, “ingresará en sentido estricto al bloque de constitucionalidad”, de suerte que “durante el periodo de implementación” tendrá que ser tenido en cuenta “como parámetro de interpretación y referente de desarrollo y validez de las Normas y las Leyes de Implementación y Desarrollo del Acuerdo Final”. Es decir, tendrá un carácter supra-constitucional y supra-legal, de suerte que todo nuestro ordenamiento jurídico quedará sujeto, para su validez, a que esté conforme con el tal Acuerdo. Una Constitución en la sombra, que doblegará a la actual, para dejar válido solo lo que sea compatible con el Acuerdo Final.

 

¿Y quién será el encargado de interpretar si los actos legislativos y leyes, en la implementación de los acuerdos, son compatibles con el mamotreto de La Habana? No será ninguna Corte, por supuesto. El Acuerdo Final crea en el punto 6 un organismo paritario (3 del gobierno y 3 de las Farc o su partido) denominado “Comisión de Implementación, Seguimiento y Verificación del Acuerdo Final de Paz y de Resolución de Diferencias” (CSVR), que funcionará hasta por diez años, y que entre sus funciones tiene estas: “Resolver cualquier diferencia o situación imprevista que pueda surgir en la interpretación de los acuerdos…”; “Constatar que el contenido de todos los proyectos de decreto, ley o acto legislativo que sean necesarios para implementar el Acuerdo Final, corresponda a lo acordado, antes de que sean expedidos o presentados, según sea el caso, por el Presidente de la República”; y “Proponer borradores de normas que deban ser acordadas para la implementación del Acuerdo Final”. Obvio: quien impondrá su criterio y voluntad será el grupo terrorista, so pena de volver a la violencia por el incumplimiento de lo pactado. Ninguna norma podrá expedirse o presentarse sin la anuencia del máximo poder que se nos anuncia: las Farc. El Congreso, por disposición del Acto Legislativo para la Paz, será un simple notario, pues no puede modificar ni una coma de lo que el gobierno le envíe; pero a su turno, el gobierno será solo el amanuense que transcribe los borradores que le envían las Farc, tanto para dictar sus decretos como para elaborar los proyectos de ley o de actos legislativos. Adicionalmente nos asalta una duda: ¿la CSVR será también la última instancia para interpretar las previsiones de la “jurisdicción especial para la paz” (JEP), cuando hubiere dudas en su aplicación y en la expedición de sus fallos? ¿Quedarán el poder ejecutivo, legislativo y “judicial especial” amarrados a la tiranía de la CSVR?

 

Recordemos que el gobierno de Santos, en el afán de satisfacer por anticipado los deseos de las Farc de una amplia impunidad, había hecho aprobar del parlamento el Marco Jurídico para la Paz (MJPP), Acto legislativo No. 1 de 2012, que consagraba una muy laxa “justicia transicional”. La disposición no fue del agrado de la guerrilla que quería más, de suerte que el ejercicio legislativo resultó frustrado y el gobierno abandonó pronto su reforma -que paradójicamente, aún se encuentra vigente-, para dar paso a la JEP que su contraparte llevó a la mesa. El MJPP seguramente será dado de baja por la CSVR por contravenir las estipulaciones de La Habana.

 

Por otro lado, el gobierno decidió discutir y pactar con las Farc, asuntos sensibles de la vida nacional, diferentes a su mera desmovilización, desarme y reinserción. Explícitamente el desarrollo rural, la política frente a las drogas, y el régimen electoral y de participación política. Además, por la vía de esos tres puntos, hábilmente las Farc consiguieron que los acuerdos contemplen innumerables problemas del país, como el tratamiento de todo tipo de minorías (étnicas, sociales, LGTBI, etc.); el diseño, aprobación y desarrollo de los planes de desarrollo a nivel local, regional y nacional; la política de derechos humanos; el combate a la corrupción; el manejo del presupuesto nacional; el desarrollo de la infraestructura; una amplia reforma del sistema electoral; la política de seguridad y el combate a organizaciones criminales; etc., etc. Generando compromisos innumerables y exóticos de orden presupuestario e institucional por parte del Estado, y la intromisión asfixiante en las más diversas esferas de la sociedad de la organización terrorista legalizada.

 

En los textos de La Habana el gobierno aceptó las absurdas y peligrosas tesis de los narcoterroristas sobre las causas y solución del “conflicto”. Desde el Acuerdo Marco de 2012 se estableció que solo “el desarrollo económico con justicia social y en armonía con el medio ambiente” es “garantía de paz y progreso”, y que es necesario “ampliar la democracia como condición para lograr bases sólidas de paz”. De tal manera, se acepta el discurso de las “causas objetivas” del conflicto: la ausencia de “justicia social” y una “democracia restringida” provocaron la violencia, y solo si se resuelven estos problemas habrá “garantía” y “condiciones” para lograr la paz.

 

En el tema agrario, verbi gracia, la aseveración es tajante, así gobierno y Farc expresen diferencias semánticas. Es necesario realizar una transformación de fondo, adelantando una profunda reforma agraria, disponen en los acuerdos, como manera de “cambiar las condiciones que han facilitado la persistencia de la violencia en el territorio” -según el gobierno-, o de “solucionar las causas históricas del conflicto, como la cuestión no resuelta de la propiedad sobre la tierra y particularmente su concentración, la exclusión del campesinado y el atraso de las comunidades rurales” -según las Farc-. Sea que allí residan la “causas históricas” del “conflicto”, o las que facilitan su persistencia, el hecho es que se parte de la premisa de que la “concentración” de la propiedad y la “exclusión del campesinado” son la base de la violencia que nos ha afligido.

 

Tales presupuestos no solo justifican el alzamiento de los violentos, revistiéndolo de una motivación “altruista”, sino que, en consecuencia, terminan otorgándoles a los terroristas la potestad de ser protagonistas y gestores de un “nuevo país”. En resumidas cuentas, los acuerdos terminan justificando la “rebelión” y colocan una preocupante espada de Damocles sobre la cabeza de la sociedad colombiana. De manera sutil la “rebelión” se transforma de delito en derecho, como lo han pregonado las Farc. A cada momento en el texto se insiste en la necesidad de cumplir los acuerdos, a pie juntillas, so pena de precipitar de nuevo el levantamiento armado. En el mismo punto sobre la tierra, en el numeral 1.1.5, al hablar de la propiedad rural, se advierte que hay que adelantar lo que en este documento se propone, “de manera que no se vuelva a recurrir a la violencia para resolver los conflictos relacionados con ella”. Es un chantaje inaceptable.

 

La anterior interpretación de la violencia moderna en el país sirve perfectamente a una de las mayores desnaturalizaciones del Acuerdo: la relativa a la precisión de los responsables de la misma, a los victimarios principales, y, en consecuencia, a la obligación de asumir su papel ante las víctimas, de reconocer sus crímenes, arrepentirse de ellos, comprometerse a no volver a cometerlos, y pedir perdón. En consonancia con el documento final, como la violencia tuvo múltiples causas, también tuvo múltiples responsables. Por tanto, no se consigna ninguna definición explícita sobre el papel determinante de la guerrilla en el origen y persistencia de la violencia, ni declaración alguna de las Farc pidiendo perdón. Aunque se establece que “no vamos a intercambiar impunidades”, lo evidente es que se otorga plena impunidad a las Farc, sin equivalencia con el tratamiento otorgado a cualquier otro sector que hubiera participado en el “conflicto”. Por ejemplo, de manera repetida se insiste en el combate al paramilitarismo y sus promotores, o quienes lo hayan heredado, sin que se haga mención similar del fenómeno guerrillero. Así las Farc, en el acuerdo, eluden la aceptación de su rol de victimarios y lo enmascaran en el “reconocimiento de responsabilidad por parte de todos quienes participaron de manera directa o indirecta en el conflicto”.

 

Capítulo aparte merece otra faceta del Acuerdo Final: la creación de lo que algunos llaman un “para-estado”, un enorme conglomerado burocrático y clientelista, bajo la égida o vigilancia de las Farc, que les entrega un poderoso aparato dirigido a sentar bases para su meta final de tomar el poder. Es casi incalculable el número de entes de toda índole que se crean, todo financiado por el Estado. Algunos han calculado en más de 18 los organismos burocráticos de gran calado que se desprenden de los acuerdos. Pero sus ramificaciones se pueden contar por miles.

 

En el solo punto de desarrollo rural se acuerda crear, entre otros entes, planes y programas, los siguientes: un Fondo de Tierras, un Sistema General de Información Catastral, Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), Planes Nacionales para la Reforma Rural Integral, Plan Nacional de Vías Terciarias, Plan Nacional de Riego y Drenaje, Plan Nacional de Salud Rural, Plan especial de Educación Rural, Plan Nacional de construcción y mejoramiento de la vivienda social rural, Plan Nacional de fomento a la economía solidaria y cooperativa rural, Plan Nacional de asistencia integral técnica…, Plan para apoyar la generación de ingresos de la economía campesina, Plan Nacional para la comercialización de la producción campesina, Plan Progresivo de protección social…, Sistema para la garantía progresiva del derecho a la alimentación de la población rural. Solo en este último, según lo describe un analista, se obliga al gobierno a poner a funcionar “consejos departamentales y municipales de alimentación y nutrición”, con presencia del gobierno y la comunidad, que serían unos 1.025.

 

Hay dependencias, comisiones, programas, planes y mecanismos que desbordan cualquier previsión racional. En el capítulo de “participación política” se repite la dosis con una Comisión Electoral para estatuto de la Oposición, un Sistema de Seguridad Integral para el ejercicio de la política, un Consejo Nacional para la Reconciliación y la Convivencia, el Centro de Pensamiento para las Farc, un canal de televisión, 31 emisoras comunitarias, etc. El acápite sobre “drogas ilícitas” está plagado de entes, planes y programas. Lo mismo encontramos en los relativo a la dejación de las armas, concentración en zonas veredales, desminado, etc.  Y el punto de “victimas”, con un nuevo aparato judicial paralelo, implica tribunales, salas, equipos, comisiones, sin fin. La JEP contará con unos 74 magistrados y jueces, y un abultado equipo de funcionarios, cuyo costo estaría entre dos y tres billones de pesos, según cálculos de la Fiscalía. Todo ese engranaje burocrático estará, en su mayor parte, compuesto, permeado o supervisado por gente de las Farc. Con la constante apelación a la “participación de la comunidad”, sobre todo en las “zonas de conflicto”, donde influyen o tienen poder intimidatorio, se aseguran el control de tan enorme botín burocrático y presupuestal, cuando no se los asigna de manera directa el Acuerdo.

 

El gobierno, de manera irresponsable cedió a cuanta propuesta ilusoria hicieran las Farc, con tal de conseguir su desmovilización, creando una grave situación fiscal para el “posconflicto” (que se suma a la ya existente), cuya única salida será exigir ingentes sacrificios a la población con nuevos impuestos. Las Farc, de todos modos, se aseguraron por adelantado, gracias a que en el Acto Legislativo para la Paz se ordenó la expedición de un presupuesto paralelo anual, “para la paz”, de prioritario cumplimiento, destinado a sufragar los gastos del “posconflicto”.

 

Uno de los rasgos más chocantes del documento expedido en Cuba es su aire arrogante y pretencioso que, en una sucesión repetitiva y fastidiosa de letanías, presume ser portavoz de las desgracias de la población colombiana y depositario de su salvación. Pululan en sus líneas, de manera machacona, las más impostadas buenas intenciones, las más sofisticadas utopías, los engaños más burdos. Con un abuso inmoderado y fatigante de la redacción y el estilo, nos atosigan con la defensa de la mujer, de los niños, de las comunidades indígenas y de afrodescendientes (y hasta de los gitanos), del buen vivir y otras babosadas, del medio ambiente, de las minorías LGBTI, en una prosa con pretensiones cientifistas, plagada de expresiones “progres” y “post-modernistas”, para estar “in”. Quien no conozca la catadura de las Farc -campeón de vinculación forzada o engañosa de niños a sus cuadrillas; lo mismo que del ejercicio de la violencia sexual contra las niñas y mujeres en sus filas; de ataques feroces a comunidades indígenas; de los mayores atentados contra la naturaleza con los derrames de crudo y los cultivos de coca, entre otras hazañas- quedará extasiado ante semejante verborrea. El papel, definitivamente, resiste todo. Pero la gente no. Mientras más almibaradas palabras pronuncien los criminales, la mayoría del pueblo colombiano, víctima de tan señalados criminales, que conoce a cabalidad su catadura, cada día sentirá más asco.

 

En la agenda establecida en 2012 se planteó que el Acuerdo Final debía ser objeto de una “refrendación” (sin indicar si debía ser popular). Las Farc, que habían propuesto todo el tiempo una Asamblea Constituyente, cedieron a último momento, pues ya era innecesaria gracias a que el gobierno aceptó la calidad de constituyentes de los negociadores de La Habana. Santos había prometido, en todo caso, que la ciudadanía sería la encargada de dar el visto bueno a los acuerdos, así no fuera necesario desde el punto de vista jurídico. Aunque primero optó por el mecanismo del referendo, haciendo aprobar en el Congreso un acto legislativo para que pudiera efectuarse en simultánea con otra elección, lo desechó luego, por el peligro de que la gente lo negara al ser preguntada en detalle sobre las entregas del acuerdo. Se decidió al final por el plebiscito, desnaturalizándolo y reduciendo su umbral aprobatorio a solo el 13% del censo electoral, y facilitando que no se les formulen preguntas incómodas a los votantes, sino una sola vaga sobre la paz, a fin de facilitar su engaño y obtener la victoria política que se propone.