La forma en la que un país analiza y articula su política agropecuaria es fundamental, sobre todo cuando tiene un enorme potencial de hacer del sector un genuino motor de desarrollo. Por tal motivo, la agenda agropecuaria contenida en el Plan de Desarrollo debe ser examinada en profundidad.
Según el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (Igac), nuestro país tiene cerca de 22 millones de hectáreas con vocación de uso agrícola, de las cuales solo estamos utilizando un poco más de 5 millones de hectáreas, lo que se traduce en la triste noticia de solamente emplear el 24 por ciento del potencial. De igual manera, es preciso indicar que los cultivos, principalmente campesinos, ocupan más del 75 por ciento del área agrícola y cerca del 66 por ciento de la producción, según estudios del Pnud.
A estas condiciones generales del entorno hay que incorporarle la preocupante situación de bienes públicos, que impiden un mayor progreso en la Colombia rural. Mientras la población urbana tiene, en promedio, nueve años de escolaridad, la población rural no llega a seis años de formación académica, y lo que es más lamentable, solo el 5 por ciento de las personas mayores de 17 años en el campo alcanzó algún título de educación superior, frente al 29 por ciento en zonas urbanas. Se podría decir que es allí mismo donde se incuba el grave problema de ver al 75 por ciento de la población ocupada en el campo con ingresos inferiores al salario mínimo. Esta tendencia crónica de fallas en bienes públicos también se ve protuberante en materia de vivienda, desarrollo infantil temprano, agua y alcantarillado.
En el análisis de contexto es necesario preguntarse cuál ha sido el enfoque del actual Gobierno para enfrentar la crítica situación de provisión de bienes públicos en el campo y, por ende, corregir males estructurales.
Como bien lo anotó Roberto Junguito para Fedesarrollo, en el 2014 cerca del 90 por ciento del gasto sectorial se ha destinado a entregar subsidios directos y solo el 10 por ciento a brindar bienes públicos, cuando países como Brasil, Uruguay y Argentina, con potencial agrícola, destinan mayores recursos al bienestar básico de la población rural.
¿Qué podemos esperar, entonces, del actual Plan de Desarrollo? Por lo pronto, un divorcio entre el discurso y el recurso. El Plan le asigna al ramo el 7 por ciento del presupuesto, pero esperando que el sector privado aporte el 72 por ciento de los recursos. Para mayor sorpresa, solo dedica el 0,3 por ciento del presupuesto a reducir la pobreza rural.
Es igualmente preocupante que el articulado entregue facultades ilimitadas para transformar la institucionalidad agrícola y la política crediticia, sin puntualizar ninguna en el documento de bases, además de modificar abruptamente el manejo de la parafiscalidad.
Hasta el momento, la agenda rural del Plan de Desarrollo parece más una agenda teórica, confeccionada desde la distancia de las ciudades, que una respuesta eficaz a un sector que merece una visión agroindustrial, provisión de bienes públicos a los pequeños productores, productividad, competitividad y la generación de empleos dignos.