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El hombre y su tierra

Han sido duras las horas desde que mi padre, Iván Duque Escobar, falleció. Lo veo, lo siento, lo recuerdo, lo extraño. Sencillamente se trata de emociones que me hacen experimentar una combinación de abrazo y, por instantes, de soledad. En los últimos días he escrito sobre Iván Duque el servidor público, y más importante, sobre el fabuloso ser humano, pero no podría dejar de hablar del político que ha partido a la eternidad.

 

Mi padre ejerció por más de cuatro décadas una política con virtudes que hoy parecen escasas. Amó el debate de ideas y jamás opinó con dogmatismo, ni pontificó; por el contrario, no había nada que lo deleitara más que confrontar con respeto, vehemencia y profundidad, con interlocutores que lo exigieran intelectualmente. Tuvo amigos en todos los espectros ideológicos de Colombia y, sobre todo, supo siempre construir consensos basados en el interés general y nunca en componendas y trapisondas, que son tan comunes en una actividad que puede mostrar lo mejor y lo peor del ser humano. 

 

Iván Duque Escobar ejerció una política de humanismo e intelectualidad. Siempre curioso, siempre acucioso, permanente devorador de información y estadísticas, incansable investigador, creía que el político exitoso debía tener la capacidad de absorber temas y encontrar los vasos comunicantes entre ellos para tener una visión universal. Siempre dudó de aquellos políticos diletantes, superficiales, expositores, o que simplemente exhiben ideas en busca del ocasional aplauso de la tribuna. 
 

 

En cada uno de los cargos públicos que ocupó se preocupó por tener una visión práctica, donde se dieran realizaciones en beneficio de la comunidad, permitiéndole combinar la efectividad en la administración y el talento para transmitir el mensaje visionario. 

 

Fue en la gobernación de Antioquia donde, con 43 años, demostró su talante de hombre de Estado. Diseñó el Plan Aéreo de Vacunación (Pava), que mereció reconocimientos de la OPS, contribuyendo a la lucha contra enfermedades como el polio. Adelantó el Plan Concluir, a través del cual en tan solo 14 meses, entregó cerca de 400 obras inconclusas perdidas en las rencillas políticas de sus predecesores. 

 

Durante su administración, con Édgar Gutiérrez Castro y Juan Felipe Gaviria, le dieron al departamento su primer Plan de Desarrollo moderno con cifras, métricas, indicadores y hojas de ruta que permitieran pensar en grande y a largo plazo en asuntos tan neurálgicos como infraestructura, salud y educación. Soñó y materializó uno de los primeros planes de inversiones integrales para Urabá, modernizó el Instituto para el Desarrollo de Antioquia, profundizó la electrificación y el acceso al agua potable y fue implacable con el clientelismo, racionalizando el tamaño de la nómina del Departamento. 
 

 

Fue siempre un enemigo de la “burocracia parasitaria” y no hubo nada que lo hiciera más feliz que recorrer corregimientos y municipios, dedicando interminables horas a dialogar con líderes de los partidos políticos y ejecutivos de los municipios.
 

 

En un libro publicado en 1985 con el nombre ‘De la tierra al hombre: visiones sobre Antioquia’, me reencuentro con ese gran colombiano, con ese político impoluto y con ese gobernador que amó a su tierra antioqueña y que tuve la inmensa fortuna de amar como al mejor de los padres.