A pesar de que el debate nacional en Colombia se ocupa poco del desastre institucional, que podríamos padecer, si las cosas no cambian, todavía hay tiempo para abrir los ojos.
La agobiante carga emocional que producen los acontecimientos diarios impide que se mire el proceso de erosión constante de las instituciones colombianas, y que la controversia democrática tenga como objetivo frenar ese proceso y corregir el rumbo.
El edificio nacional que nos alberga puede desplomarse, y eso parece no importarle mucho a sus habitantes. Para que no se diga que se trata apenas de una afirmación pesimista, recordemos que hoy vivimos en un país en el que no se cree en los poderes públicos, que son la base y fundamento de su estabilidad. En la época que atravesamos, la falta de credibilidad en el Legislativo, el Judicial y el Ejecutivo está en sus niveles más altos.
Al mismo tiempo, la masa de quienes se califican como independientes sigue creciendo, mientras simultáneamente los partidos tradicionales cada día se debilitan más y los nuevos luchan por nacer –a veces con los mismos vicios de los viejos–, existir y consolidarse.
En estas condiciones, si las miradas y las decisiones públicas no se dirigen hacia lo de fondo, el costo de la reconstrucción de las instituciones, mañana podría ser mucho mayor y bastante más difícil.
Es urgente incorporar a las controversias nacionales los temas que tienen que ver con lo que compete a todos. A conseguir ese objetivo deberían ayudar, como tantas veces ha ocurrido en distintas sociedades, dos libros recientes: Orden político y decadencia política, escrito por Francis Fukuyama, y La creación de la sociedad del aprendizaje, de Joseph Stiglitz y Bruce Greenwald.
Como ya es usual con su autor, el primero está agitando las aguas de la discusión pública. Al hablar del desorden global, de la necesidad de estudiar de forma adecuada la estabilidad de los Estados y de la urgencia de modernizarlos, Fukuyama está haciendo una invitación afanosa a que se incorporen en las agendas internas los asuntos que en realidad importan.
Como si eso no fuera suficiente, deja para la reflexión el asunto del colapso de la autoridad y la legitimidad en algunos países y zonas geográficas. Y aterriza en la necesidad de reformas políticas fundamentales, a las que solamente se puede llegar con buen liderazgo, movilización ciudadana en las calles y una idea que se refleje en planes concretos, no en palabrería populista.
Por su parte, la contribución de Stiglitz y Greenwald al mejoramiento del debate y el progreso social, también es grande.
Cuando afirman que “crear una sociedad del aprendizaje debería ser uno de los principales objetivos de la política económica”, para que la economía sea más productiva y los niveles de vida superiores, abren un escenario de reflexión amplio.
Nunca es tarde para hacer buena política. Y que no se crea que es muy temprano para empezar a perfilar los temas de la próxima campaña presidencial.