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La gran claudicación (1)

Con su habitual franqueza y claridad, el expresidente Álvaro Uribe lo expresó: los documentos parciales acordados por el gobierno y las Farc en La Habana son una enorme “claudicación del Estado de Derecho ante el terrorismo”. Ni más ni menos.

 

Casualmente hace unas tres semanas en esta columna intenté un bosquejo del contenido de los acuerdos que se tramitan en la isla caribeña, para señalar hasta dónde era capaz Santos de avanzar en la entrega del país. Ahora que se conocen los textos de los tres primeros, y luego de leerlos con cuidado, he llegado a la conclusión de que nada de lo que afirmé en ese momento fue una exageración o un desatino.

 

Voy a efectuar un recorrido por los farragosos papeles divulgados para precisar aún más las prevenciones que entonces me atreví a formular. En esta ocasión abarcaré el primer documento; en la próxima columna abordaré los otros dos. Me concentraré en los asuntos gruesos, dejando de lado los secundarios o aquellos que son meros adornos retóricos o promesas demagógicas.

 

De entrada, como lo han señalado varios analistas, y se ha sostenido desde el comienzo de los tales diálogos, hay un despropósito del tamaño de una catedral: negociar de tú a tú con una banda narcoterrorista sustanciales porciones de la vida y futuro de nuestra sociedad. Sus defensores argumentan que son pocas materias las que contempla el acuerdo de cinco puntos -¿o seis?, ya ni se sabe-, y que tópicos tan cruciales como la propiedad y la doctrina militar no están incluidos.

 

Dudamos, con fundadas razones, de esa apreciación. No solo las Farc han insistido que el preámbulo del acuerdo permite discutir todo tipo de materias, sino que conectando otros temas con los de la agenda han ido agregando de manera ladina asuntos del más diverso orden. El repaso de los mamotretos habaneros es rico en compromisos sobre la organización del Estado, el régimen político y electoral, la planeación, los planes de desarrollo, la educación, la vivienda, la salud, y, naturalmente la seguridad, como habremos de analizarlo en la próxima columna.

 

Una de las cosas más impactantes de los archivos divulgados es esta: un 99% o más de su contenido se compone de compromisos y reconocimientos del Estado y la sociedad, mientras no creo que lleguen al 1% los compromisos u obligaciones de la contraparte, de las Farc. Es la comprobación aplastante e irrefutable de la absoluta claudicación del Estado de Derecho frente a los violentos, que ni siquiera se comprometen a entregar las armas, como veremos. No se ha negociado la desmovilización, desarme y reinserción de una organización armada ilegal a la civilidad, sometiéndose a la Constitución y las leyes, pidiendo perdón por sus barbaridades y comprometiéndose a no volver por tan escabroso camino. No. Se ha negociado casi exclusivamente sobre las instituciones y reglas que nos rigen como democracia, para adaptarlas a las apetencias y ambiciones de una banda terrorista, franqueándole el camino para acceder al poder. Oprobioso. Humillante.

 

El primer documento, que versa sobre una “reforma rural integral” (RRI), parte de la premisa más absurda, que legitima a las Farc, las limpia de culpa, y convierte a la sociedad y el Estado en los causantes de la tragedia que hemos padecido en estos cincuenta años y en los deudores de la pandilla. La reforma agraria pactada se propone, según el gobierno, “cambiar las condiciones que han facilitado la persistencia de la violencia en el territorio”; y según las Farc,  “solucionar las causas históricas del conflicto, como la cuestión no resuelta de la propiedad sobre la tierra y particularmente su concentración, la exclusión del campesinado y el atraso de las comunidades rurales”.

 

Uno pensaría que alguna diferencia sutil se expresó en ambos textos, pero se desengaña cuando al avanzar en los considerandos encuentra que ambas partes aceptan que “una verdadera transformación estructural del campo requiere adoptar medidas” como la “distribución equitativa de la misma, garantizando el acceso progresivo a la propiedad rural de los habitantes del campo…”, “regularizando y democratizando la propiedad y promoviendo la desconcentración de la tierra”. Exactamente lo que postulan las Farc.

 

Y no es que no sean necesarias transformaciones en el campo, como es obvio. Pero no impuestas por narco-fusiles ni de las características que estos determinen. Eso es inaceptable.

 

He aquí que, según los acuerdos firmados, el conflicto tiene unas causas objetivas, nada más ni nada menos que la estructura de la propiedad y uso de la tierra, por cuya transformación supuestamente han luchado las Farc con las armas en la mano, y que es indispensable modificarla para que éstas decidan al menos “dejar” guardadas las armas. Si no se cambian radicalmente, acepta el gobierno, no podremos eliminar la “persistencia de la violencia en el territorio”. Con ese criterio como marco, todo está servido en bandeja de plata para los facciosos.

 

Dicho y hecho. Entonces lo que hay que emprender es una monumental reforma agraria, frente a la cual la de 1936 o la de 1961 son apenas ejercicios escolares. Está pactado y escrito en la mesa habanera que hay que transformar verticalmente la distribución de la propiedad y el uso de la tierra en Colombia. Entonces, manos a la obra.

 

Como lo que se necesita para repartir es tierra, se crea un Fondo dirigido a ese fin. Parece que no hubo acuerdo en cuanto los millones de hectáreas que deberán reunirse para la tarea, y dejaron entre paréntesis con unas equis la suma pretendida, lo mismo que los años que funcionará el dichoso fondo. Seguramente cuando se rellenen los paréntesis no serán cifras despreciables.

 

Pero sí se establecieron las fuentes nutricias, de suerte que por este lado puede colegirse que la tajada no será pequeña. En primer lugar las provenientes de extinción de dominio. Luego las recuperadas de baldíos apropiados indebidamente por particulares. Siguen las de reserva forestal, que se sustraerán de ese noble fin para entregarlas a los campesinos que las pidan. Y a continuación las “inexplotadas”, a las que se les aplicará la expedita extinción administrativa de dominio, en virtud de su “incumplimiento de la función social y ecológica de la propiedad”. Más adelante otro grupo de tierras expropiadas por motivos de utilidad pública e interés social, así estén explotadas, que gozarán de alguna compensación a título de indemnización. Y finalmente se aspira a que entren algunas por donación.

 

Para estimar a ojo de buen cubero lo que puede contener ese fondo -o barril sin fondo váyase a saber-, téngase en cuenta que las Farc ha calculado que las tierras inexplotadas o de uso inadecuado podrían superar los 20 millones de hectáreas, que deberían ser objeto de reparto. Las recuperadas de narcotraficantes y otros despojadores al parecer no bajan de tres millones de hectáreas. Para referirnos a solo dos rubros de la lista anterior. Conste que en el documento no se menciona el millón largo de hectáreas que las víctimas han denunciado que les arrebataron las Farc, los primeros despojadores del país, sin la menor duda. Nada que tenga que ver con los narcoterroristas y sus desafueros es objeto de estos documentos, dedicados solamente a crucificar al resto del país.

 

Tales tierras deberán entregarse a campesinos sin tierra o con poca tierra, de manera gratuita. Su límite será la unidad agrícola familiar (UAF), y los predios entregados serán inalienables e inembargables por siete años. Los beneficiarios serán escogidos por “la comunidad” (un eufemismo para encubrir los numerosos aparatos que tienen constituidos las Farc en todas sus zonas de influencia) misma, claro está. Con una condición que no es inocente: en este caso de reparto de tierras, como en el de programas de desarrollo y fomento, se priorizará, colocando en primer lugar las “zonas de conflicto”, que son las mismas que habitan las Farc, las mismas de las zonas de reserva campesina (ZRC), las mismas cocaleras.

 

Ya que hablamos de las ZRC, el acuerdo es explícito -en este y los otros documentos- en cuanto a la necesidad de apoyarlas y estimularlas. Serán, como dijimos, priorizadas para los planes de entrega de tierras, formalización de la propiedad y otros. Y según el acuerdo, “el Gobierno, como resultado de mecanismos de concertación, definirá con las comunidades interesadas las áreas de cada una de ellas, atendiendo las necesidades de los campesinos que adelantan o quieren adelantar procesos de constitución.” No figura la petición de las Farc de que las ZRC tengan autonomía, pero tampoco se rechaza esa posibilidad. Lo cierto es que en los acuerdos sobre participación política y drogas ilícitas, se redondean las condiciones en que operarían, de suerte que los objetivos de las Farc no quedan descartados del todo. Allí operarán las circunscripciones especiales para la Cámara, por ejemplo, y la presencia de la fuerza pública se deja en entredicho en el acuerdo sobre las drogas, amén de que se suspende la erradicación forzosa de cultivos de coca. Como se sabe, hay solicitudes para constituir ZRC por una extensión de cerca nueve millones de hectáreas, que se sumarían a las ya constituidas, que se aproximan a un millón, entre las que se cuenta la famosa del Catatumbo.

 

No podía la reforma agraria quedarse allí. Necesita un complemento importante: la actualización catastral y del impuesto predial, para allegar recursos suficientes para los planes complementarios de todo orden, a nivel local, que el acuerdo de La Habana contempla a manos llenas. Naturalmente para el cobro de los nuevos impuestos se hará una excepción, la de los pequeños agricultores, sobre todo los de las áreas de “conflicto”, que serán eximidos en aras de la equidad y la justicia. Que paguen los que tienen para financiar a los desheredados de la fortuna. Así está el acuerdo sobre este punto en los borradores de La Habana.

 

Como está en los borradores que la tierra sola no resuelve los problemas del campesinado pobre, sino que requiere ser complementada con toda suerte de planes y proyectos, financiados por entero por el Estado, como acabamos de decirlo. Que cubren cuanta órbita sea posible concebir: vías terciarias, vivienda, educación, riego, electricidad, salud, asistencia técnica, crédito, mercadeo, etc., etc. Si de mermelada nos hemos quejado en estos años pasados, preparémonos para los que vienen. Planes que se definirán de acuerdo con “las comunidades”, que harán parte obligatoriamente de una lista interminable de organismos que se han de crear, y en los cuales actuarán como “instancias de decisión” a todo nivel; “comunidades” que de contera ejercerán una estricta supervisión para que se cumplan dichos planes.

 

El documento termina en punta, con un desacuerdo interesante, que habrá de resolverse más adelante, advierten las partes. Las Farc propusieron esta perla de remate: “El Gobiernos se compromete a asegurar la financiación de todos los compromisos derivados del presente acuerdo”. Punto. El Gobierno no lo negó sino que propuso tratar el tema al final del proceso. No le quedaba bien aceptar de entrada semejante exabrupto, pero no otra cosa viene ambientando ante la opinión pública sobre los costos del post-conflicto.