Yo crecí en un hogar en el que se hablaba del respeto por el otro y se nos enseñaba que había que respetar las ideas y posiciones ajenas, así fueran diametralmente opuestas a las nuestras. Mi padre nos decía, y así lo dejó escrito, que “matarse por política es un absurdo”. Era la época de la llamada Violencia.
La primera lección de tolerancia la recibí antes de entrar a kínder. Nuestro vecino era excelente, pero, cuando llegaba a casa, se tomaba sus tragos y empezaba a hablar mal de mi papá y del diario que dirigía: El Colombiano. Nosotros oíamos lo que decía. Sin embargo, papá o mamá reflexionaban con nosotros: “Es cuestión de licor. Él es “laureanista”, nosotros no. Pero por su posición política no se va a acabar la amistad”.
Mi padre era un conciliador entre los Conservadores. Por serlo, nos tiraron una bomba y el objetivo era matarlo. Hubo destrucción mas no muertos. Creo que fue la primera bomba que explotó en Medellín. Me veo sentada en un rinconcito, sintiendo la solidaridad de los vecinos, oliendo a pólvora y recordando los clavos y la metralla que quedó debajo de las camas de una de mis hermanas y de la mía. A los ocho días explotó otra bomba en casa del conciliador entre los Liberales: el Doctor Alberto Jaramillo Sánchez. Tampoco hubo muertos, a Dios gracias.
Siguieron las bombas. Una en la Cancillería cuando mi padre era Ministro de Relaciones Exteriores. No hubo muertos. Después, amenazas, pero nunca vi a mi papá fuera de casillas: Era un hombre de paz.
El jueves antes de las primeras elecciones populares para elegir alcalde, marzo de 1988, explotaron dos bombas de altísimo poder en las afueras de El Colombiano. Dejaron un cráter como el del carro bomba que el Cartel de Cali le había puesto el trece de enero a Pablo Escobar en el Edificio Mónaco. Seguramente no querían que El Colombiano saliera a la calle en los días previos a la jornada electoral porque Juan, mi hermano, era el candidato de un ala del Conservatismo fundada por Jota Emilio Valderrama y Fernando, mi padre. Un portero valiente, jubilado de la Policía Nacional, bajó las bombas a la calle y gritó para que se retiraran los buses, colectivos y venteros que siempre había en Juanambú. Hubo destrucción de todo el tercer piso, fallaron las estructuras del edificio, pero sólo murió un borrachito. El Colombiano pagó el arreglo de todos los edificios del vecindario. Barrimos escombros, vidrios, y después nos pusimos en la tarea de hacer el diario del viernes. Todavía no sabemos quién nos puso esa bomba, como Juan no sabe quién le destruyó su casa el 16 de diciembre de 1996 con un carro bomba de altísimo poder.
En ese momento él me dio otra lección: “No te preocupes, Ana, que las cosas materiales, o se recuperan o se aprende a vivir sin ellas”. Lo que sí supimos fue el intento de secuestro del que fue objeto por parte de los llamados Extraditables, el 30 de noviembre de 1987, porque estos sacaron un comunicado reivindicándolo.
Hago este recuento para decirles a las Farc, y a los otros grupos guerrilleros y bandas, que la paz nace en lo más íntimo de cada ser, que se fortalece si uno cree en Dios y que lo que yo más desearía es que naciera en cada uno de sus corazones para que pudiésemos, entre todos, construir el país digno que se merecen los niños de hoy y de mañana. Un país sin drogas alucinógenas ni drogadictos, sin corrupción, sin minas antipersonal, sin niños reclutados, en donde cada ser pueda satisfacer sus necesidades, tener garantizados sus derechos, consciente de los deberes correlativos. Un país con una justicia justa y un gobierno y una sociedad civil austeros. Un país en que todos podamos morir de viejos.
Seguiré publicando mis columnas. No le tengo miedo a la muerte. Uno empieza a morir desde que empieza a ser en el seno materno. Tengo fe en que me iré a la Plenitud cuando Dios me llame, no cuando alguien quiera matarme y desde el Cielo seguiré amando a los míos y a todos en mi querido país y en este pequeño mundo.