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Ser pillo paga

En la filosofía del Derecho, se entiende que uno de los acuerdos más puros y esenciales en la relación del Estado con la sociedad tiene que ver con los delitos y las penas. Los ciudadanos aceptamos que en el contrato social sea el Estado, a través de sus instituciones democráticas, quien defina las conductas que merecen ser castigadas, porque atentan contra el interés colectivo y la vida, honra y bienes de las personas.

 

En desarrollo de estos elementos, el célebre jurista y filósofo H. L. A Hart desarrolló su obra Castigo y responsabilidad, en la cual expone con detalle cómo las penas son un acuerdo social para prevenir el delito y asegurar que ser pillo implique pagar un costo social drástico. Toda esta teoría se formuló para que un homicidio, secuestro, extorsión, tortura o desaparición no puedan ser justificadas por razones políticas, ideológicas o religiosas. Sencillamente, un acto criminal se juzga por su tipificación, antijuridicidad, culpabilidad y condición material, sin importar la naturaleza de su perpetrador. Ese es el principio de un Estado democrático, en el cual debe reinar el imperio de la ley.

 

Actualmente, Colombia enfrenta una circunstancia que puede poner en jaque principios rectores de su ordenamiento jurídico y constitucional. Poco a poco, hemos ido relativizando conceptualmente la justicia. Con la idea utilitarista de que los réditos de un acuerdo con las Farc están por encima de cualquier ‘obstáculo’ legal, se nos ha dicho que debemos prepararnos para que no exista cárcel para crímenes de lesa humanidad, y que sustituyamos la justicia retributiva por la justicia transicional, que es necesario convertir graves delitos en conexos a las causas políticas de las organizaciones armadas ilegales, que debemos aplicar en nuestro país el espejo de la Comisión de la Verdad Surafricana para satisfacer el deseo de las Farc de eludir su responsabilidad ante la justicia institucional.

 

Los colombianos hemos aceptado que, en aras de la paz, debemos hacer sacrificios. Bajo el margen interno de apreciación, podemos reducir penas por crímenes de lesa humanidad a los máximos responsables de las Farc y aplicar desmovilización y reinserción generosa a la base guerrillera.

 

Lo que no podemos permitir, en favor de defender las instituciones sociales, es que no exista prisión por crímenes de lesa humanidad, que se permita la elegibilidad política a quienes han sido condenados por crímenes atroces, que delitos como el narcotráfico, el secuestro y la extorsión sean inherentes a causas ideológicas, y que se configure una justicia a la medida de las exigencias de los grupos armados.

 

Hoy, en Colombia, hemos aprobado leyes que sancionan ejemplarmente el abuso de menores, el feminicidio o robo de alcantarillas. ¿Acaso las Farc no han abusado y abusan de menores?, ¿las Farc no violan y torturan mujeres?, ¿las Farc no atentan permanentemente contra la infraestructura?

 

El deber de los colombianos es construir una paz sin impunidad. Sacrificar todos los principios de la justicia, en aras de firmar un acuerdo con las Farc, desdibuja el contrato social de delitos y penas y crea en la memoria de los ciudadanos que SER PILLO PAGA.